Bertha Párraga Loor y Roque Rivas Zambrano, editor del Blog Solo Periodismo.
Comparto el discurso que mi hija, Karla Rivas Párraga, pronunció en el sepelio de mi suegra Berta
Queridos familiares, amigos, vecinos de La Raíz y de todos los rincones donde mi abuela dejó huella...
Hoy estamos aquí para despedir a Berta Laurentina Párraga Loor, nuestra madre, abuela, hermana, amiga y compañera de vida. Estamos aquí para recordarla, para agradecerle y para honrar su paso por este mundo.
Nació un 16 de agosto de 1933, en Rocafuerte, Manabí, en el Resbalón. Y como si el destino le hubiera marcado el camino, desde niña supo que la vida es cuesta arriba, que hay que andar con firmeza aunque el suelo no siempre sea seguro. Fue hija de José Ramón y María Vicenta, hermana de Hermógenes, Umberto, Pirámides, Bolivia, Floresmilo, Cristóbal, Georgina y Guillermo. Juntos, siendo niños, dejaron su primer hogar y se trasladaron a la Chonta, San Isidro. Ahí aprendieron que la familia es el refugio más fuerte cuando se es pequeño.
A los 26 años, mi abuela comenzó el viaje de la maternidad con Narcisa del Jesús, y luego llegaron Maura, Rosa, Eva, Bárbara y Adán. Se entregó a sus hijos con el alma y con las manos, con amor y sacrificio. La vida no le fue fácil. Quedó viuda cuando aún tenía hijos pequeños que criar. Pero no se detuvo. Fue lavandera, cocinera, trabajadora incansable. Fue madre y padre. Y en cada plato de comida que servía, en cada camisa que restregaba contra la piedra, en cada consejo dicho con ternura o con carácter, dejó el sello de su amor infinito.
Desde 1984 vivió en La Raíz. 41 años aquí, viendo pasar generaciones, recibiendo con bondad a cada persona que se cruzó en su camino. Porque si algo definía a mi abuela, era su corazón generoso. No necesitaba riquezas, porque su tesoro siempre fue su gente.
Hoy nos duele su partida, pero sabemos que su alma ya descansa en paz. Ella creía en Dios con la certeza de quien ha vivido con fe y con esperanza. Y yo quiero creer que ahora está junto a Guillermo y a Adán, en un cielo donde no hay fatiga ni desvelos, donde las manos cansadas finalmente pueden reposar.
Pero no nos equivoquemos: mi abuela no se ha ido del todo. Está en cada uno de nosotros. En las risas de sus nietos, en la fuerza de sus hijas, en cada historia que contemos de ella. Porque vivir en el recuerdo de quienes te aman es otra forma de eternidad.
Gracias, abuela, por tu amor inagotable, por tu valentía, por enseñarnos que la vida no se mide en lo que se tiene, sino en lo que se entrega. Gracias por cada consejo, por cada abrazo, por cada plato de comida que nos supo a hogar.
Hoy no te decimos adiós, sino hasta siempre. Descansa en paz, abuela. Aquí quedamos nosotros, recogiendo tus enseñanzas, llevando en el pecho tu legado de amor y trabajo.
Que Dios te tenga en su gloria.
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