Como profesor de Redacción Periodística, a
diario converso con personas que sueñan con escribir bien. Siempre les repito
la fórmula: “Para aprender a escribir hay que escribir”. No hay otra forma.
Margarite Duras, novelista francesa, decía: “Escribir a pesar de todo, pese a
la desesperación”.
A parte de la práctica están otras
estrategias que contribuyen con este objetivo. La lectura, por ejemplo, es un
ejercicio ineludible para estimular la imaginación y para detectar herramientas
estilísticas que pueden ser extremadamente útiles. Pero, sobre todo, la buena
escritura está ligada con la creatividad y el poder de observación.
Leila Guerriero, cronista argentina, en
lugar de consejos, enlista arbitrariamente una serie de actitudes y prácticas
que ayudan con este propósito. Esta especie de mandamientos incitan, a quienes
quieran atreverse, a ser invisibles, a escuchar lo que la gente tiene para
decir, a no interrumpir, a respetar.
Guerriero prosigue: “Sean curiosos: miren
donde nadie mira, hurguen donde nadie ve. No permitan que la miseria del mundo
les llene el corazón de ñoñería y piedad… Tengan paciencia porque todo está
ahí: solo necesitan la complicidad del tiempo. Aprendan a no estar cansados, a
no perder la fe, a soportar el agobio de los largos días en los que no sucede
nada… Equivóquense. Sean tozudos. Créanse geniales. Después aprendan…
Resístanse al deseo de olvidar…Tengan algo que decir”.
Las palabras nos permiten sobrevivir,
perennizarnos en el mundo y compartir. Escribir no es una tarea fácil, hay que
persistir, intentar una y otra vez. Y, luego, revisar, ser autocríticos y
corregir, cambiar cuantas veces sea necesario hasta sentir que el resultado
refleja aquello que queremos expresar. Escribir es un aprendizaje progresivo,
siempre inacabado, y necesario.
Roque Rivas Zambrano
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