Hace poco, al barrio en el que vivo, todos
le llamaban ‘Venesolanda’. Esta populosa vecindad, con cerca de 130 mil
habitantes, fue uno de los sitios en los que se refugió una cantidad
considerable de migrantes, que vino al país en búsqueda de una mejor situación.
Se volvió común, entonces, verlos jugando baloncesto en ‘el laberinto’;
vendiendo arepas en carritos improvisados; cambiando el ‘look’ de mujeres y
hombres en ‘Barber shops’, mientras bailaban ritmos tropicales; o apropiarse de
la palabra ‘veci’, como un símbolo de pertenencia a este lugar que los había
adoptado y que empezaban a considerar suyo.
Sintieron que encajaban, que todo les era
familiar. Es lógico, Solanda es un barrio ocupado por migrantes desde el inicio
de su historia. Pero esto cambió en medio de las protestas de octubre de 2019
cuando, entre rumores y declaraciones oficiales del Presidente, emergió un caos
en el que entre las consignas se filtró aquella de “expulsar a todo aquel que
no sea de aquí”.
A la vecindad la inundó esa ola de odio y
los habitantes culparon a los extranjeros de todas sus desgracias: desempleo,
inseguridad, desunión y más. La situación se volvió insostenible para familias
que tenían negocios o a sus hijos en colegios del lugar. Recibieron amenazas,
fueron atacados e incluso desalojados. Los estragos sobreviven y se expresan de
formas sutiles, pero no menos escalofriantes.
En estos días, mi hija Natalia Rivas, me
mostró una fotografía de un anuncio en la ventana de una vivienda del sector,
cuyo segundo piso está desocupado. El mensaje, escrito con marcador negro sobre
un cartón, dice: “Se arrienda. No mascotas. No extranjeros”. Los sociólogos
dirían que este anuncio es parte de esas narrativas tóxicas que corren de boca
en boca, en las redes sociales e, incluso, en medios que, con un abordaje
inadecuado de la información, refuerzan la xenofobia y el miedo al otro.
Roque Rivas Zambrano
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