La imagen parece de archivo. Oficiales de
la Policía Nacional forman un círculo y patean simultáneamente a Julio
Estrella, fotoperiodista de El Comercio. La reportera que graba la escena les
grita: “¡Ey, somos prensa”, pero los uniformados hacen caso omiso a la
declaración y continúan propinándole golpes a quien, minutos antes, realizaba
su trabajo: documentar las protestas en contra de las medidas económicas
impuestas por el gobierno de Lenín Moreno.
En medio del caos se escucha reclamos de
los reporteros que cuestionan a las fuerzas del orden: “Estamos haciendo
nuestro trabajo ¿Por qué nos agreden?”. Los reportes de los ciudadanos del paro
nacional dibujan una ciudad como la 1983, cuando el mandatario Oswaldo Hurtado
adoptó medidas que incluían el incremento del precio de productos básicos como
la leche y la devaluación del sucre. Al igual que en aquel entonces, las calles
lucen desoladas; la gente no se puede movilizar, porque no hay transporte
público; los locales están cerrados y la violencia se impone en las protestas.
Es el Quito de León Febres Cordero (1984 y
1988), cuando los ciudadanos luchan en contra del autoritarismo, de las
políticas neoliberales, del alza de la gasolina y la precarización laboral. La
historia se repite y, con ella, las acciones de represión policial contra
ciudadanos que reclaman sus derechos. Golpear periodistas, quitarles sus
herramientas de trabajo, obstaculizar el registro de los acontecimientos, no es
suficiente para esconder la brutalidad con la que ejercen el poder, es solo un
atentado más contra la libertad de
expresión.
El
comunicado que se difundió desde la Secretaría General de Comunicación, en el
que se rechazan los actos violentos contra la prensa, no es más que un formalismo
que debe traducirse en sanciones reales para quienes se valieron de su
autoridad para ultrajar.
Roque Rivas Zambrano
roque1rivasz@gmail.com
salvataje@yahoo.com
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