viernes, 2 de agosto de 2019

Las despedidas…

Jenny Silva y Consuelo Moreta (derecha) hace, aproximadamente, 30 años.

La forma más directa de enfrentarse a la muerte, de saberla real, es lidiar con la partida de los seres queridos. En los últimos meses, las noticias del fallecimiento de mi hermano Vicente y de dos colegas muy queridas -Jenny Silva y Lorena Ávila-, me hicieron reflexionar sobre la vulnerabilidad de la vida.

Hay distintas etapas: cuando eres adolescente y tienes la agenda llena de los festejos cumpleañeros de tus amigos; cuando eres joven y celebras los triunfos de tus allegados (grados, viajes, nuevos empleos); cuando pasas a ser adulto asistes a bodas, ‘baby showers’ (término moderno para dar la bienvenida a los nuevos integrantes de la familia)… Cuando envejeces es momento plagado de repentinas despedidas.

A veces, cuando hablo con mis hijos empleo una metáfora para explicarles este inexorable paso del tiempo. Ellos, con mucho aplomo, se califican como “viejos”. Suelo decirles: “Ustedes nacieron cansados. Apenas están comenzando el día”. Se ríen con desparpajo, aunque entienden el sentido de equiparar la vida entera con un reloj en que las manecillas representan el paso de los años y te van ubicando en distintos momentos.

En mi caso, siento que estoy atravesando el ocaso. Si bien existen frutos de todo lo sembrado, es inevitable sentir un profundo dolor cuando los amigos se van. Lo decía Alberto Cortez: “Cuando un amigo se va// se queda un árbol caído// que ya no vuelve a brotar//porque el viento lo ha vencido.// Cuando un amigo se va //queda un espacio vacío //que no lo puede llenar// la llegada de otro amigo”.

Nada remplaza ese hueco en el que, apenas, quedan los resquicios del recuerdo, de momentos compartidos, de las últimas coincidencias y abrazos. Estos adioses sorpresivos nos llevan a querer con más intensidad y a desear reencuentros lejos del mundanal ruido…

Jenny Silva.
Roque Rivas Zambrano

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