Jenny Silva y Consuelo Moreta (derecha) hace, aproximadamente, 30 años.
La forma más directa de enfrentarse a la muerte, de saberla real, es lidiar con la partida de los seres queridos. En los últimos meses, las noticias del fallecimiento de mi hermano Vicente y de dos colegas muy queridas -Jenny Silva y Lorena Ávila-, me hicieron reflexionar sobre la vulnerabilidad de la vida.
Hay distintas etapas: cuando eres
adolescente y tienes la agenda llena de los festejos cumpleañeros de tus
amigos; cuando eres joven y celebras los triunfos de tus allegados (grados,
viajes, nuevos empleos); cuando pasas a ser adulto asistes a bodas, ‘baby
showers’ (término moderno para dar la bienvenida a los nuevos integrantes de la
familia)… Cuando envejeces es momento plagado de repentinas despedidas.
A veces, cuando hablo con mis hijos empleo
una metáfora para explicarles este inexorable paso del tiempo. Ellos, con mucho
aplomo, se califican como “viejos”. Suelo decirles: “Ustedes nacieron cansados.
Apenas están comenzando el día”. Se ríen con desparpajo, aunque entienden el
sentido de equiparar la vida entera con un reloj en que las manecillas
representan el paso de los años y te van ubicando en distintos momentos.
En mi caso, siento que estoy atravesando el
ocaso. Si bien existen frutos de todo lo sembrado, es inevitable sentir un
profundo dolor cuando los amigos se van. Lo decía Alberto Cortez: “Cuando un
amigo se va// se queda un árbol caído// que ya no vuelve a brotar//porque el
viento lo ha vencido.// Cuando un amigo se va //queda un espacio vacío //que no
lo puede llenar// la llegada de otro amigo”.
Nada remplaza ese hueco en el que, apenas,
quedan los resquicios del recuerdo, de momentos compartidos, de las últimas
coincidencias y abrazos. Estos adioses sorpresivos nos llevan a querer con más
intensidad y a desear reencuentros lejos del mundanal ruido…
Jenny Silva.
Roque Rivas Zambrano
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