Una cámara de testigo, actores y un guión que
interpretarán personas sin saberlo: esos son los elementos principales de un
experimento social.
Las nuevas tecnologías han popularizado esta estrategia,
que se utiliza con frecuencia en psicología para intentar explicar cómo
piensan, sienten y actúan los individuos cuando nadie los ve ni están
condicionados por la aprobación de sus pares.
Sus reacciones, por ejemplo, al encontrarse con una mujer
con sobrepeso, después de pactar una cita a ciegas, muestran lo determinante de
los estereotipos de belleza en nuestra sociedad. Los artistas emplean esta
herramienta para abordar temas polémicos como la objetualización del cuerpo
femenino, violencia de género, acoso escolar, discriminación, entre otros.
Organizaciones como la Unicef han aprovechado este
recurso para concienciar a las personas sobre la realidad que viven los niños.
Lo más reciente fue recrear en España, en una sala de juegos, las condiciones
de una mina de Camerún, África, para sensibilizar a la población sobre el
trabajo infantil forzado.
Hablar de las cifras -que son alarmantes- nunca será más
impresionante que sentir la impotencia de no poder salir de una habitación
donde el olor a azufre es intenso, el sonido de picos y piedras taladra la
cabeza; la temperatura es de más 35 grados y la misión principal es escapar de
un capataz maltratador.
Cuando la prueba es superada, los mineros reciben un
mensaje clave: “Tú has podido escapar, pero imagina que esta fuese tu realidad
todos los días, arriesgando tu vida con todo tipo de abusos”. Los experimentos
sociales evidencian lo mejor y lo peor del ser humano. Su utilidad sería mayor
si el impacto generado no fuera efímero y se convirtiera un recordatorio
permanente de nuestros errores.
Roque Rivas Zambrano
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