Martha, de 60 años, está fuera del consultorio de
obstetricia del Centro de Salud. Estática, aguarda a que la doctora abra la
puerta para preguntar por el eco que su hija no pudo retirar personalmente.
Tiene la paciencia de quien vivió lo suficiente para saber que se requieren
varias horas para resolver un trámite en el sector público. Cuando escucha el
rechinar de la cerradura y sale el paciente que estaba en el consultorio, aprovecha
para asomarse y solicitar el resultado del examen. En el Departamento de
Estadísticas le dijeron que tenía que pedírselo al médico tratante.
La doctora, apresurada por la cantidad de pacientes en
espera, le pregunta en qué mes se lo hizo. Le responde: “Agosto”. La
especialista, sin constatar, le comunica: “No tengo ningún examen de esa
fecha”. Cierra la puerta. Martha no se va. Se queda, como planta en maceta, en
el mismo sitio hasta que la puerta se vuelve a abrir y puede insistir.
La ginecóloga le promete revisar en el sistema “apenas
llegue”, porque al Internet se le ocurrió desaparecer en ese preciso instante.
Martha, de pelo canoso, pecas y chal, se acomoda en una silla. Sabe que la
espera se extenderá indefinidamente.
La espera en el sistema público de salud es incierta: 120
minutos para conseguir un certificado de reposo; ocho horas en una sala de
Emergencias para ser atendido; doce semanas para que el cardiólogo que cambió
la medicación de hipertensión haga un seguimiento; más de tres meses para
recibir una quimioterapia oral o un antirretroviral, indispensables para
detener enfermedades que avanzan a la velocidad de un rayo y son letales. Dicen
que, a veces, el remedio resulta peor que la enfermedad. Y tienen razón. La
burocracia y la poca empatía de ciertos profesionales suelen ser más
desgastantes que cualquier padecimiento...
Roque Rivas Zambrano
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