Jesús mide un metro noventa. Se acomoda, encorvado, en su Chevrolet Beat,
el auto que le permite reunir el dinero para mantener a su familia en Ecuador.
Mientras conduce, abre la galería de fotos en su celular para mostrarme un
milagro: su hija. “Ella fue planificada”, me dice, mientras la emoción se
apodera de sus palabras y el pecho se le agranda de orgullo.
La pequeña, que cumplió nueve meses, viste de color salmón, luce
radiante, tiene rizos y custodia un pastel de chocolate. Sesenta días atrás, la
misma bebé sonriente de la imagen estaba en la incubadora, imaginando que
navegaba en el vientre de su mamá, mientras todos sus órganos maduraban.
“No tenía uñas, ni tetillas”, explica Jesús riendo, al recordar el primer
encuentro con su primogénita que, debido a un embarazo de alto riesgo, llegó
apresuradamente al mundo. La clasificaron como “prematura extrema”. Los riesgos
de esta condición son múltiples y aterradores.
Los médicos vaticinaron problemas con el desarrollo de la visión, de
posibles derrames cerebrales, insuficiencias respiratorias, cardiacas,
infecciones, traumatismos y hasta muerte. Según la OMS, las complicaciones
relacionadas con la prematuridad son la principal causa de defunción en los
niños menores de cinco años. Pero Jesús nunca perdió la fe. Había esperado tanto por su niña, que nada
podía salir mal. En el pasado, cuando lo intentó por cuatro años, no logró ser
papá. Probó tratamientos en su natal Venezuela pero no obtuvo los resultados
esperados.
En un país lejano, volvió a probar
con más suerte. No fue fácil (nada lo es
para los migrantes). Tuvo que dejar su negocio de comida, para dedicarse más
tiempo a cuidar de su pareja. Hoy, pese a lo difícil de la situación, es feliz
con el milagro: su hija, prematura extrema, sana y completa.
Roque Rivas Zambrano
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