Vicente Rivas Zambrano.
A finales de agosto de 2017, viajé a Flavio Alfaro para matricular mi camioneta. Mi hermano, Tulio, quien más se parece físicamente a mi padre, me acompañó y fue el conductor designado en esa ocasión. En el camino alcanzó a ver, a lo lejos, sentado en una silla afuera de una tienda, a Vicente, el mayor de nosotros. Se estacionó para saludarlo. Vicente dejó a un lado sus muletas -las que lo acompañaban luego de un accidente de tránsito- y me abrazó.
Me dijo: “¡Roque!, anoche soñé con usted”. Llevaba un bulto en el que había queso, frutas y verde, y me lo entregó. Tuvo la extraña corazonada de que me iba a encontrar. Agradecí su generosidad y lo invité a almorzar. Durante la comida, hablamos de la vida, sus travesuras y de lo que cuesta adaptarse a los cambios después de la enfermedad. Nunca pensé que esa sería nuestra despedida.
Vicente fue un hombre de campo. Lo recuerdo trabajando la tierra, conduciendo su Nissan Junior, en que transportaba productos desde la ciudad a la finca; riendo a carcajadas, contando historias o comiendo, con gusto, en las casas a las que lo invitaban a pasar.
Fue el único de los hermanos que decidió hacerse cargo de las hectáreas que con tanto esfuerzo adquirió nuestro padre. Construyó una casa enorme de madera, que acogía a sobrinos, primos, nietos… todos crecieron, se casaron, y el caserón se convirtió en un desierto. La salud de Vicente se deterioró al igual que su ánimo.
Cambiar la vida entre animales, plantas y gente querida, por la de hospitales, habitaciones con paredes blancas y médicos le resultó desalentador. Hace unos meses le detectaron un tumor en el riñón. No resistió las diálisis, ni quiso someterse a cirugías. El jueves, a las 8:00, terminó para él la pesadilla y para quienes nos quedamos el inicio de la despedida.
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