Convivimos a diario con nosotros mismos. Somos una caja
alargada con extremidades, una máquina que siente, un conjunto de órganos que
obedecen. El cuerpo es la materialidad que nos permite transitar en el mundo,
experimentarlo y relacionarnos con todo lo que lo habita.
En procesos judiciales, lo tangible es determinante. En
Inglaterra, por ejemplo, el principio “sin cuerpo no hay delito”, sobrevivió
294 años, según historiadores, luego del caso conocido como el ‘Milagro de
Campden’, en el que tres personas fueron declaradas culpables y condenadas a la
horca por un crimen que jamás se cometió.
La materialidad es esencial para determinar que se
ejecutó una falta. En términos más técnicos, se hace referencia al cuerpo del
delito que, en sentido estricto, es la persona, u objeto de la misma, contra la
cual se ha cometido el hecho punible (la víctima, el auto incinerado, el
celular robado).
Sayak Valencia, filósofa mexicana, decía que “es
necesario hablar del cuerpo, de la violencia ejercida contra él, sufrida contra
él… La importancia del cuerpo muerto no se reduce a una imagen de dos segundos
en una tarde de zapping televisivo. La carne y sus heridas son reales, generan
dolor físico a quienes las padece”.
La afectación se extiende a los familiares de las
víctimas y, en casos más mediatizados -como el del asesinato de nuestros
periodistas-, a la sociedad en sí. No solo no es complicado juzgar un crimen si
no existe el cuerpo, también se vuelve casi imposible cerrar los ciclos,
procesar la pérdida, llevar a cabo los rituales de luto y duelo.
Conformarse con imágenes trágicas o comunicados no es una
opción. Es indispensable recuperar aquello que alguna vez pudimos abrazar, ese
‘cuerpo del delito’ que se pretende ocultar para que todo quede en la
impunidad.
Roque Rivas Zambrano
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