viernes, 2 de febrero de 2018

Irónico…


Estaba sentado en una vereda. Sus gritos -balbuceos inentendibles- me llevaron hasta el ventanal desde donde lo observé. Llevaba camisa y un chaleco que alguna vez fue  blanco, antes de que cayera en charcos y deambulara por las calles, sin norte.

Su pantalón negro combinaba con los zapatos deportivos Adidas de suelas despegadas. Pensé que era un borracho. Que pronto se levantaría e iría a pasar la resaca de la fiesta en su casa, aun cuando esto representara una ringlera de insultos, propinada por su mujer.

El hombre levantó el rostro y pude verlo desfigurado: apenas lograba abrir su ojo izquierdo y las comisuras de sus labios tenían sangre petrificada.

Hizo puños y empezó a golpearse. Su cabeza rebotaba contra la pared y podía entender si con los gritos pedía perdón, estaba aterrado por una bestia imaginaria; o si se sentía tan devastado que buscaba la muerte.

Pasaron cerca de dos horas. Él solo varió las posiciones de su cuerpo pero continuó en el mismo sitio. La gente, al pasar, cambiaba de vereda y le dedicaba, en el mejor de los casos, una mirada atestada de lástima. Un vecino, con cabellera blanca y lentes oscuros, fue el único que se acercó. Dejó 20 monedas (de uno y cinco centavos) cerca y le dijo: “¡Guárdalas!”.

Enseguida llegaron dos policías. Uno empujó el cuerpo con el pie. Él, inmediatamente, reaccionó con una patada. Sin pensar, el uniformado le propinó tres golpes más, sentenciando: -¿Esto es lo que querías? ¡Párate y lárgate de aquí!

El indigente obedeció. Con dificultad, recogió parte de las monedas que le habían regalado y se alejó caminando por la avenida principal.

El agente volvió, con su compañero, al auto de sirenas de colores y abrió la puerta en la que descansaba la frase: Velamos por tu seguridad.

Me desconsoló la ironía.

Roque Rivas Zambrano


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