Estaba sentado en una vereda. Sus gritos -balbuceos
inentendibles- me llevaron hasta el ventanal desde donde lo observé. Llevaba
camisa y un chaleco que alguna vez fue
blanco, antes de que cayera en charcos y deambulara por las calles, sin
norte.
Su pantalón negro combinaba con los zapatos deportivos
Adidas de suelas despegadas. Pensé que era un borracho. Que pronto se
levantaría e iría a pasar la resaca de la fiesta en su casa, aun cuando esto
representara una ringlera de insultos, propinada por su mujer.
El hombre levantó el rostro y pude verlo desfigurado: apenas
lograba abrir su ojo izquierdo y las comisuras de sus labios tenían sangre
petrificada.
Hizo puños y empezó a golpearse. Su cabeza rebotaba contra
la pared y podía entender si con los gritos pedía perdón, estaba aterrado por
una bestia imaginaria; o si se sentía tan devastado que buscaba la muerte.
Pasaron cerca de dos horas. Él solo varió las posiciones de
su cuerpo pero continuó en el mismo sitio. La gente, al pasar, cambiaba de
vereda y le dedicaba, en el mejor de los casos, una mirada atestada de lástima.
Un vecino, con cabellera blanca y lentes oscuros, fue el único que se acercó.
Dejó 20 monedas (de uno y cinco centavos) cerca y le dijo: “¡Guárdalas!”.
Enseguida llegaron dos policías. Uno empujó el cuerpo con el
pie. Él, inmediatamente, reaccionó con una patada. Sin pensar, el uniformado le
propinó tres golpes más, sentenciando: -¿Esto es lo que querías? ¡Párate y
lárgate de aquí!
El indigente obedeció. Con dificultad, recogió parte de las
monedas que le habían regalado y se alejó caminando por la avenida principal.
El agente volvió, con su compañero, al auto de sirenas de
colores y abrió la puerta en la que descansaba la frase: Velamos por tu
seguridad.
Me desconsoló la ironía.
Roque Rivas Zambrano
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