Julio Petrarca. Perfil. Como sucede en todo el mundo, se intensifica un fenómeno que está provocando un desplazamiento peligroso del rol del periodismo tradicional hacia los contenidos que ofrecen en las redes sociales, actores no siempre alimentados con buenas intenciones. O, al menos, con intenciones respetuosas del mayor acercamiento a la verdad. Que es, precisamente, el objetivo obligado de quienes ejercemos este oficio. Hacer buen periodismo es, hoy, un desafío mayúsculo si se pretende llegar a las audiencias con el mejor material informativo, el más ecuánime, despojado de toda intencionalidad política contaminante. De ahí que sea necesario ajustar las tuercas de lo que se publica, so pena de perder credibilidad y, por ende, dejar el campo orégano a neoexpertos en comunicación alternativa. Hace algunos años, la columna del ombudsman comenzaba así: “‘Los médicos entierran sus errores; los periodistas los publicamos’. Eso dice un refrán que circula en las redacciones. Cada vez que quienes ejercemos el oficio del periodismo nos equivocamos, exhibimos ante muchas personas nuestras ignorancias o nuestros descuidos”. Esta definición es de un artículo de Juan Carlos Gómez Bustillos, periodista y catedrático mexicano, publicado en El Replicante. El autor ampliaba en aquella entrega de 2010: “Cuando al mejor cocinero se le va un pelo en la sopa, pocos son los que se enteran. El error del periodista, en cambio, se multiplica en un instante por todos los ejemplares que imprime la rotativa, por todos los aparatos de radio o de televisión sintonizados en el programa o por todas las pantallas conectadas a la página de internet”.
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