En mi cabeza conviven recuerdos de ‘Don Nico’. Su figura
siempre fue para mí un sinónimo de inmortalidad. Solía pensar que los años no
podían con el hombre que, con más de nueve décadas encima, paseaba por los
pasillos de ‘La Hora’ con un vaso de whisky o ron y un tabaco en la mano.
Me gustaba verlo en las reuniones editoriales opinar de la
política y sus aconteceres, pero, sobre todo, disfrutaba cuando hablaba de la
vida con sabiduría. En una ocasión, de las tantas que iba a su oficina, le
pregunté: cuál era su secreto para combatir la resaca. Él me miró fijamente y
me dijo: -Roque, después 70 años bebiendo, no hay trago que pueda causarme
chuchaqui.
Los dos rompimos la solemnidad del momento a carcajadas.
En un contexto similar, “Don Nico” me dio un consejo que no
olvido y que se lo repito a mis hijos y a mis estudiantes. Para él, la juventud
era una etapa propicia para sembrar. No había tiempo que desperdiciar, era
imprescindible hacer las cosas necesarias para que se cumplieran los sueños. El
resultado vendría después, con la adultez, al disfrutar de la fortuna.
Esta enseñanza era una práctica en Nicolás Kingman Riofrío,
que escribió el libro de cuentos ‘Comida para locos’ (1974) y las novelas
‘Dioses, semidioses y astronautas’ (1982) y la ‘Escoba de la bruja’ (2000). Y
que, posteriormente, recibió el premio Eugenio Espejo, en 1997, por su aporte
al desarrollo de la cultura.
Las últimas veces que hablé con ‘Don Nico’ había cambiado la
irreverencia por la nostalgia. Decía que se estaba quedando solo. Me explicaba
que el precio de vivir tanto es ver cómo los amigos mueren, cómo se van y, con
su partida, se profundiza la sensación de soledad. Ahora empiezo a
comprenderlo. ‘Don Nico’ sigue siendo inmortal, pero son las memorias que tengo
de él las que hacen que aún disfrute de su compañía…
Roque Rivas Zambrano
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