Cuando un familiar
desaparece no hay olvido posible. La incertidumbre que se genera alrededor de
su ausencia es una especie de alarma constante. Los pensamientos sobre su
posible paradero son astillas en el cerebro que no deja jamás de maquinar.
Quienes han padecido este calvario saben que no existe forma de permanecer
indiferente, de quedarse impávido ante lo que no tiene una respuesta. Todo es
válido para hacerse escuchar: consignas, carteles, plantones, veladas… La
búsqueda incesante se vuelve una rutina.
Esa nueva manera de
vivir ha juntado a cientos de personas, hermanadas por el dolor y por la
indignación ante la injusticia. Es así como, en el 2012, se formó Asfadec:
Asociación de Familiares y Amigos de Personas Desaparecidas en Ecuador.
En ese año, Walter
Garzón, colombiano, vino a Quito a buscar a su hija Carolina, quien desapareció
en el sector de Monjas. Ante la falta de respuestas, comenzó a protestar en la
Plaza Grande, en el Centro Histórico. Conoció a Telmo Pacheco, Luis Sigchos y
Ángel Cevallos, quienes también estaban en búsqueda de sus seres queridos.
Decidieron crear un comité -que luego se convirtió en Asfadec- para exigir que
el Estado cumpla con el deber de investigar los casos.
La labor de
visibilización de esta Asociación y otros familiares de desaparecidos, como
Alexandra Córdova, madre de David Romo, ha sido fundamental para concientizar a
la ciudadanía sobre el impacto de esta problemática e incidir en las políticas
públicas. Uno de sus logros más recientes es la Ley de Desaparecidos aprobada
por la Asamblea. En esta normativa se contempla, entre otras cosas, que no
concluirán las acciones de investigación, búsqueda y localización, hasta que
exista la certeza sobre el paradero de la persona o cuando sus restos hayan
sido encontrados e identificados.
Roque Rivas
Zambrano
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