Uno de mis
hijos regresó de Oklahoma, Estados Unidos. Viajó para hacer una pasantía, en
esa ciudad, cuyo significado, literalmente, es “gente roja”. Las anécdotas del
lugar son innumerables, pero una en particular es lo que implica el choque
cultural.
Donde se
hospedó organizaron un ‘barbecue’ y lo invitaron. Cuando decidió acercarse a
saludar a los invitados con naturalidad. Había dos mujeres mayores a las que
les dio un beso en la mejilla. Sintió tensión en el ambiente. Todos se quedaron
extrañados.
Al final
de la jornada, uno de los asistentes, que pensó que mi hijo venía de España
-porque hablaba español, seguramente- creyó que debía ser solidario con el
invitado extranjero y se despidió de él con doble beso. Alguien le había dicho
que se acostumbraba en esas tierras. Mi hijo quedó desconcertado.
Pasaron
los días y el profesor del laboratorio comentó que en la universidad hubo un
chico latino que llegó para hacer su doctorado. Tenía la costumbre de arrimar
su brazo en el hombro de las personas mientras conversaba o, incluso, darles
palmadas en la espalda al saludar.
A una de
sus profesoras este comportamiento la incomodó tanto que terminó denunciándolo
por acoso sexual. Cuando el maestro terminó el relato, mi hijo ató cabos y
comprendió la tensión de las señoras a las que saludó con beso, la tarde de la
parrillada. El profesor concluyó: “Esta es la cultura del no contacto”
.
Los
norteamericanos tienden a dejar cierta distancia entre ellos al charlar. Cada
persona tiene un espacio delimitado por una línea imaginaria, que marca el
diámetro que no puede ser invadido por los otros. Si alguien pasa este cerco,
se sienten incómodos e intentan alejarse. Esta, la lección del cero contacto,
es la que todo latino debe aprender antes de viajar para evitar el choque
cultural.
Roque Rivas Zambrano
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