viernes, 12 de mayo de 2017

¡Madre…!

Mi madre, Délfida, junto a mi hija Natalia (septiembre de 1989).

La recuerdo sentada frente a la máquina de coser, elaborando prendas de vestir para sus hijos. La miro en la cocina preparando caldo de gallina criolla, o verde asado con suero blanco. La memoria me devuelve su imagen rayando el maíz para hacer tortillas o el pan seco que tanto me gustaba…

Mi madre era una maquinita imparable: la primera en levantarse y la última en dormir. Délfida, así se llamó. Su padre (mi abuelo) era un comerciante importante de Chone. Entre las décadas del 50 y 60 estaba catalogado como el mejor mercader del pueblo. Su primogénita -mi madre- se enamoró de Roque -mi padre-, un campesino y ganadero del lugar. Se casaron en 1948. Tuvieron 13 hijos (6 mujeres y 7 varones).

Délfida vivió 66 años. El cabello se le llenó de canas y las arrugas poblaron su rostro. Medía alrededor de 1,65 centímetros y pesaba 140 libras. Era una mujer alegre, feliz, dichosa y de una energía inagotable. Bromeaba con sus hijos, que se enfermaban con una frecuencia desconocida para ella.

-“Yo no los parí, los cagué”, decía, mientras se ahogaba en risa.

Ella no conocía de hospitales, ni de médicos, ni clínicas, ni de pastillas. Sus remedios eran proporcionados por la naturaleza. Nunca estuvo presa en un cuarto de paredes blancas y camillas duras… Hasta que llegó el cáncer. Un día fui a visitarla y mis hermanos me dijeron que estaba en la clínica. El médico dijo que no era nada grave. Regresó a la casa, pero pronto volvieron los dolores. 

La traje a Quito. Aquí, un médico, que hacía diagnóstico a través del iris del ojo, pronunció las palabras más duras: “No hay nada que hacer. El cáncer es avanzado. Es muy tarde”. Mi guerrera, mi héroe, mi madre, había perdido la guerra sin pelear ni una sola batalla…

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